viernes, 10 de julio de 2009

EL ÚLTIMO CENACHERO

Esteban es el último cenachero de la Costa del Sol. Toda su vida la ha pasado en Nerja, conoce las playas, las calas y las cuevas palmo a palmo. Descifra cada roca milimétricamente y puede advertir el desgaste que ha provocado en ellas el paso del tiempo. Distingue las mareas, las tempestades, el mar en calma, las tormentas cargadas de agua o de arena. Sólo tiene que mirar al cielo cada amanecer para saber si ese día los vientos del terral devastarán la costa malagueña.Desde niño sale diariamente a pescar. Primero con su abuelo y su padre, después con su padre y ahora ya hace años que sale solo. Antes del amancer, Esteban sale con su barca, Manuela, se aleja de la playa, se adentra en alta mar y lanza su red. A primera hora de la mañana vuelve a la orilla, limpia el pescado y lo deposita cuidadosamente en sus cenachos. Coloca en su espalda una larga vara de madera, cuelga sus brazos en ella y en los extremos carga con cuerdas sus cenachos con el pescado recién sacado del mar. Pasea por los mercados hasta vender toda su mercancia. Camina por las calles de los pueblos marineros. Pueblos blancos donde el sol, arrogante y soberbio, descarga toda su fortaleza, dibujando formas y colores, tomando como lienzo las paredes de las casas. Salvo Esteban, ya no queda ningún cenachero. Ya no hay sitio para la artesanía pesquera en los tiempos modernos Así, Esteban despierta nostálgias en los antiguos pescadores de Nerja. Marineros retirados que pasan las tardes paseando en las costas, o sentados en las puertas de sus casas con sillas de enea, anhelando el mar como el mayor de sus amores.

Cuando era joven, tomaba sus cenachos y diariamente se desplazaba a Málaga en los meses de verano para vender sardinas y boquerones por las calles de la ciudad. Un autobús lo trasladaba a primera hora de la mañana y lo devolvía pasadas las cuatro de la tarde, cuando el calor más apretaba y la asfixia era una circunstancia objetiva en los pulmones de Esteban. Sólo había un autocar diario que recorría la costa de Este a Oeste. Siempre se sentaba en el lado izquierdo de camino a Málaga y en el lado derecho al volver a casa. Así podía contemplar la vasta inmensidad del mar. El cielo era azul, radiante y renovado en las mañanas de verano. El mar era el insaciable espejo que describía fielmente el estado de ánimo de los cielos de la costa. Cuando se armaba tormenta el mar entristecía y se tornaba verdoso. Cuando el día era luminoso y vivo, en el mar emergía un tono azul intenso y enérgico. El autocar paraba en la playa de la Malagueta. Esteban cargaba sus cenachos y comenzaba a caminar por la playa hasta llegar a la farola. Desde allí avanzaba por el Paseo del Parque y se detenía gran parte de la mañana en la Plaza de la Marina. Era una zona de paso para muchos transeúntes y allí podía vender gran parte de su mercancía. Finalmente de adentraba en el labertinto de callejas que bordeaban la catedral. Siempre hacía el mismo recorrido: Calle Larios, Plaza de la Constitución, Calle Granada, Plaza Uncibay y finalmente Plaza del Obispo, para regresar al punto de partida. En aquellas callejuelas se acercaba a todas las tabernas y restaurantes que encontraba a su paso para ofrecer su mercancía. También se arrimaba a los mercados ambulantes que se instalaban a los pies de la Alcazaba tratando de hacer negocio con los turistas que visitaban la ciudad. Cuando Esteban terminaba su jornada a penas sentía los brazos a causa del dolor que le generaba el hecho de cargar tantas horas los cenachos, mantener el equilibrio y manejar la vara para que los cenachos nunca llegasen a volcar, resistir el viento o pasar por medio de multitudes de gentes. El equilibrio era una habilidad que había adquirido desde niño. Al final del día ya no sentía el dolor en sus brazos, pero perdía la fuerza. Sus dedos no podían cerrarse, sus brazos pesaban tanto que no era capaz de aguantar el peso de ningún pescado más y ya no podía apresar entre sus manos ni una sola sardina. Se ataba las cuerdas al cuerpo para sostener los cenachos y poder regresar a casa.
Una mañana de agosto, Esteban se abría paso entre la muchedumbre del mercadillo ambulante y así encontró a Manuela. Era una joven cordobesa que estaba al frente de un puesto de frutas y verduras frescas. Manuela era de piel morena, pelo negro y ojos negros. Tonos oscuros aliñados con una sorisa blanca y contagiosa. Esteban no pudo evitarlo y se detuvo a obserbarla. Nunca había visto tanta belleza comprimida en una sola mujer. Se acercó a ella, envolvió unas sardinas en un papel y se las entregó. Manuela, a cambio, le entregó una porción de una sandía que guardaba a la sombra para mantenerla fresca. En aquel verano Esteban se acercaba diariamente al puesto de Manuela, le regalaba el mejor pescado que guardaba en su cenacho y una biznaga. Asi se quedaba conversando con ella hasta regresar para coger el autobús de vuelta. Esteban se enamoró, pero nunca fue capaz de mostrar sus emociones. Tuvo miedo a una respuesta negativa y prefirió mantener el privilegio de poder estar junto a ella un rato cada día. Llegó septiembre y los comerciantes del mercadillo ambulante tomaron rumbo a otras ciudades del Sur persiguiendo fortunas que nunca llegarían. A lo sumo sus puestecillos les permitírían en los meses de mejor suerte, alejarse del umbral de la pobreza durante cortas temporadas. Esteban pasó el año entero ensayando una declaración que sus labios nunca llegarían a pronunciar. El verano siguiente Manuela ya no volvió. Ni el siguiente, ni el siguiente. Pasaron los años, uno tras otro, pero Manuela nunca regresó a las laderas de la Alcazaba. Esteban nunca más volvió a saber de ella, pero jamás dejó de pensarla. Invierno tras invierno el cenachero albergó la esperanza de encontrar a Manuela en una mañana de verano.Construyó una barca en uno de aquellos inviernos. La primera barca que armaba con sus propias manos. Buscó las mejores tablas y maderas, las lijó y las montó minuciosamente pieza por pieza. La pintó de blaco, azul y rojo y la llamó Manuela. Durante largos años salió a navegar con Manuela. En ocasiones, se adentraba en alta mar para regocijarse en sus propios pensamientos, lejos de la costa, mecido por el mar, donde nadie pudiera molestarle y ni escucharle gritar el nombre de Manuela hasta desgarrarse la garganta.

Hoy Esteban ha salido a pescar a las cinco de la madrugada. Cada vez se siente más fatigado, los años pasan, su piel está envejecida por la constante exposición al sol. Su alma se ha apagado ya. Es consciente de que no le queda mucho tiempo para retirase del mar. Sabe que dentro de poco, Manuela quedará dormida en la arena y que sólo desde esa perspectiva él podrá contenplar el Mediterráneo. Las noticias dicen que está siendo el invierno más crudo en la Costa del Sol desde hace más de sesenta años. Se recogen mínimos históricos e insólitos en las templadas aguas malagueñas. Esteban se adentra en el mar, poco a poco se aleja de la orilla. Nota en su piel un aire frio que se va calando en sus huesos, un aire humedo que anuncia tormenta. Antes del amanecer comienza a llover con furia. Esteban nunca tuvo miedo a las tempestades. Poco a poco va aumentando el oleaje, el cenachero rema a contra corriente. Siempre pensó que encontraría a Manuela detrás del azul. La tormenta se acentúa, las gotas cobran el grosor de las aceitunas y comienzan a golpear a Manuela. Esteban se tambalea, despierta de su ensueño y toma conciencia del temporal. Tardará más en amanecer, el cielo está completamente negro. Comienza a remar con fuerza y trata de dirgir la proa hacia la orilla. Lucha contra el viento y la lluvia, agarra con fuerza los remos, mientras el agua va mojando sus pies. El oleaje arrastra a Esteban hasta las rocas de Calahonda y la madera avejentada no soporta el impacto. Un día después todavía se pueden ver los restos de Manuela flotando apaciguadamente en las calas de Nerja mientras el pueblo entero despide al último cenachero.

Meses más tarde, una mujer de piel morena, pelo negro, ojos negros y sonrisa blanca y contagiosa se deja ver en las callejas del pueblo. Viste de negro riguroso y en el anular izquierdo sobre el nudillo presenta una porción de piel que no ha sido bronceada todavía por el sol. Se acerca a los ancianos del pueblo y pregunta por el último cenachero...

Reyes Gómez Pérez

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